cabezal
institucional

POR ROLANDO E. GIALDINO

La salud de los reclusos

El Comité contra la Tortura pronunció, hace muy pocos días, sus Observaciones finales relativas al quinto y sexto informe periódico de la Argentina, en las que expresó, respecto del tema de nuestro intitulado: (i) preocupación, por cuanto “un porcentaje elevado de fallecimientos esté asociado a problemas de salud, como consecuencia de una atención deficiente en los centros penitenciarios”; (ii) lamento, dado “que los servicios de salud sigan adscritos al Ministerio de Justicia [y no al de Salud] y en estrecha relación con el sistema penitenciario, lo que podría generar un conflicto de intereses en los casos en los que es necesario certificar señales de violencia o muertes en detención”; (iii) alarma, “ante informaciones concordantes de fuentes dignas de crédito que denuncian la existencia de informes falsos del personal médico del servicio penitenciario negando las lesiones sufridas por los detenidos”, y (iv) inquietud, acerca de la “insuficiencia” de los programas a nivel federal y provincial, destinados a mejorar “el acceso a la salud de mujeres en detención, particularmente de mujeres embarazadas” (10/5/2017, §§ 21, 23/24 y 39). Estas dramáticas preocupación, lamento, alarma e inquietud, se suman, por no ir más que a la cercano en el tiempo, a la exhortación que el Comité de Derechos Humanos le dirigió a la Argentina, en sus Observaciones finales de 2016, a “responder debidamente a las necesidades fundamentales de todas las personas privadas de libertad, en particular el acceso a la salud, tanto en el ámbito federal como provincial”, de conformidad con lo dispuesto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 10) y en las Reglas Nelson Mandela (§ 24; infra I), y a la paralela preocupación del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, también de 2016, sobre el “acceso limitado de las mujeres reclusas a […] los servicios de salud” (Observaciones finales: Argentina, CEDAW/C/ARG/CO/7, § 44.c).

En tales condiciones, se torna más que oportuno recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), en la última de sus sentencias vinculadas con la protección de la salud de las personas encarceladas, Chinchilla Sandoval vs. Guatemala (29/2/2016, a la que referirán las citas de §), ha introducido ciertas novedades, cuanto reiterado, con mayor especificidad, lineamientos ya trazados. Nos proponemos, pues, señalar, bien que de manera asaz breve, algunos de esos aspectos, por cuanto, dada su fuente, Convención Americana sobre Derechos Humanos (Convención Americana), configuran estándares que, primero, por imperio del art. 75.22, CN, dan encarnadura a derechos de jerarquía constitucional y resultan, en la menor de las hipótesis, “complementarios” del art. 18, CN: “[l]as cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad  y no para castigo de los reos detenidos en ella […]”. Y, segundo, confieren contenido a una fuerte obligación estatal: la “interacción especial de sujeción” entre las personas privadas de libertad y el Estado, “implica el deber” de este “de salvaguardar la salud y el bienestar” de aquellas, y “de garantizar que la manera y el método de privación de libertad no excedan el nivel inevitable de sufrimiento inherente a la misma” (§§ 168/169) [1]. Más aún; nos hallamos frente a una obligación, por un lado, que “debe cumplirse ‘siempre, aunque consideraciones económicas o presupuestarias puedan hacer[lo] difícil’ y  ‘cualquiera que sea el nivel  de desarrollo del Estado parte de que se  trate’” [2]. Y, por el otro, contraída de cara a una población privada de libertad numerosa y en constante aumento [3].

I. Principio de equivalencia. Los servicios de salud de los reclusos, afirma de manera concluyente la Corte IDH, deben: “mantener un nivel de calidad equivalente respecto de quienes no están privados de libertad” (§ 177); “velar por el acceso igualitario a la atención de la salud respecto de personas privadas de libertad, así como por la disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad de tales servicios” (ídem); asegurar “condiciones comparables con aquellas que deben recibir pacientes no privados de libertad” (§ 197). Luego, referente al caso concreto: “el Estado debió facilitar que [la víctima] pudiera acceder, conforme al principio de equivalencia, a medios a los cuales razonablemente hubiera podido acceder para lograr su rehabilitación si no hubiera estado bajo custodia estatal, así como para prevenir la adquisición de nuevas discapacidades” (§ 216). Fue reconocido, así, con arreglo, inter alia, a los arts. 4.1 (derecho a la vida), 5.1 (derecho a la integridad personal) y 1.1 (derecho a la igualdad y prohibición de toda discriminación), Convención Americana, el “principio de equivalencia” en materia de protección de la salud entre las personas intramuros y extramuros. Advirtió San José, en tal sentido, que la Corte Europea de Derechos Humanos, en el fallo Khudobin v. Russia (26/10/2006), había tomado en cuenta “el principio de equivalencia de la atención médica, señalado por el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura y Tratos Crueles o Degradantes, con base en el cual el servicio de salud en los recintos de privación de libertad debe poder proveer tratamiento médico y de enfermería así como dietas apropiadas, fisioterapia, rehabilitación y otras facilidades necesarias especializadas en condiciones comparables con aquellas disfrutadas por pacientes en la comunidad exterior” (§ 189). Procede puntualizar, en razón de justicia distributiva, que ya la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había aplicado, en su hora, igual doctrina en este mismo caso (informe n° 7/14, caso 12.739, fondo, 2/4/2014, § 153).

Acotaríamos, por lo pronto, que no faltan otros antecedentes concordes, v.gr.: los Principios Básicos para el tratamiento de los Reclusos: “[l]os reclusos tendrán acceso a los servicios de salud de que disponga el país, sin discriminación por su condición jurídica” (ONU, 1990, pcio. 9), lo cual bien pueden ser vinculado con los Principios de Ética Médica aplicables a la función del personal de salud, especialmente los médicos, en la protección de personas presas y detenidas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes: “[e]l personal de salud, especialmente los médicos, encargado de la atención médica de personas presas o detenidas tiene el deber de brindar protección a la salud física y mental de dichas personas y de tratar sus enfermedades al mismo nivel de calidad que brindan a las personas que no están presas o detenidas” (ONU, 1982, pcio. 1) [4]. El principio de equivalencia también se hallaba presente, para 1990, en el Informe del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Manfred Nowak: “los Estados tienen una obligación positiva de garantizar el mismo acceso a la prevención y al tratamiento [médico] dentro y fuera de los lugares de detención” (A/HRC/10/44, § 71), y para 1998, en el Manual de buena práctica penitenciaria, del Instituto Interamericano de Derechos Humanos: “el nivel de cuidado de salud y de medicamentos en la institución [penal] debe ser, al menos, equivalente al de la comunidad externa” (San José, p. 73).

No huelga poner de resalto que la Asamblea General, ONU, en diciembre de 2015 (res. 70/175), dio su aprobación a las que denominó Reglas Nelson Mandela, que constituyen una versión actualizada de las Reglas Mínimas para el tratamiento de los Reclusos, de 1955 [5]. La nueva regla 24.1 prescribe, tras exponer que “[l]a prestación de servicios médicos a los reclusos es una responsabilidad del Estado”, que “[l]os reclusos gozarán de los mismos estándares de atención sanitaria que estén disponibles en la comunidad exterior y tendrán acceso gratuito a los servicios de salud necesarios sin discriminación por razón de su situación jurídica”.

Por lo demás, el derecho de jerarquía constitucional al disfrute del más alto nivel posible de salud (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, art. 12) comprende, inequívocamente, a las personas privadas de la libertad: “los Estados –advierte el Comité respectivo– tienen la obligación de respetar el derecho a la salud, en particular absteniéndose de denegar o limitar el acceso igual de todas las personas, incluidos, los presos o detenidos” (Observación general n° 9. El derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud, 2000, § 34; asimismo: La tortura y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Informe del Relator Especial, Theo van Boven, E/CN.4/2004/56, 2003, § 56).

El paso dado por la Corte IDH es relevante y, desde luego, bienvenido. Más todavía; corresponde evaluarlo con todo su espesor y hondura, para no olvidar que en las prisiones, donde los problemas de salud son más extremos, complejos y generalizados que en el campo de la población en general –realidad impulsada por las propias políticas estatales en materia de justicia penal y régimen penitenciario– la mera respuesta por lo equivalente fuera de la prisión no es, por definición, suficiente (Lines, Rick, “From equivalence of standards to equivalence of objectives: The entitlement of prisoners to health care standards higher than those outside prisons”, en International Journal of Prisoner Health, 2006, 2 [4], p. 277).

II. Reclusos en situación de discapacidad. Un segundo aspecto de Chinchilla Sandoval que quisiéramos destacar, es no menos esclarecedor que el anterior. La Corte IDH, con fundamento, entre otros instrumentos, en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, en el Protocolo de San Salvador, en la Convención Interamericana para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad y en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, precisó la obligación del Estado de garantizar “accesibilidad a las personas con discapacidad que se vean privadas de su libertad […] de conformidad con el principio de no discriminación y con los elementos interrelacionados de la protección a la salud, a saber, disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y calidad, incluida la realización de ajustes razonables [v.gr. asistencia para la comunicación; apoyo del personal para la movilidad; modificaciones en las instalaciones físicas] necesarios en el centro penitenciario”, a fin de permitir que dichas personas puedan “vivir con la mayor independencia posible y en igualdad de condiciones con otras personas en situación de privación de libertad” (§ 215). El concepto de ajustes razonables, añadimos de nuestra parte, bien conocido en el derecho anglo-sajón, pero no en otros sistemas jurídicos, probablemente resulte la pieza más importante de la Convención últimamente mencionada, y un elemento crucial a la hora de implementarla [6].

Subrayemos, asimismo, la reiteración de una impronta ya acuñada: “la discapacidad no se define exclusivamente por la presencia de una deficiencia física, mental, intelectual o sensorial, sino que se interrelaciona con las barreras o limitaciones que socialmente existen para que las personas puedan ejercer sus derechos de manera efectiva” (§ 207). Pero también memoremos, con particular intensidad, que ya pesó sobre nuestro país la condena del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, al considerar, en una rica decisión en punto principios, que la “falta de accesibilidad y ajustes razonables suficientes” había colocado al actor (persona en situación de discapacidad y recluso), “en unas condiciones de detención precarias incompatibles con el derecho consagrado en el artículo 17 de la Convención [sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad]” (X. c. Argentina, comunicación n° 8/2012, 11/4/2014, CRPD/C/11/D/8/2012, § 8.6).

 

 

III. Queden en claro, además, dos circunstancias que Chinchilla Sandoval especificó en el contexto de los arts. 8.1 (garantías judiciales) y 25 (protección judicial), Convención Americana: a. que dada la particular relación de sujeción arriba mencionada, “corresponde a las propias autoridades penitenciarias asegurar el adecuado acceso y suministro [a las personas privadas de libertad] de los medicamentos y dieta prescritos por los médicos, por lo que no es apropiado que deban recurrir constantemente a la judicialización de las fallas o problemas de la administración penitenciaria para que se garantice la protección de sus derechos” (§ 253), y b. que en ejercicio de un adecuado control judicial de las garantías de dichas personas, los “jueces de ejecución” –que han de actuar con la “mayor vigilancia y debida diligencia” en función de las particulares necesidades de protección de los presos– deben adoptar las “medidas correctivas” para buscar una solución integral a situaciones en las cuales, las condiciones de detención, pudieran atentar contra la integridad personal o la vida de los reclusos, mediante decisiones fundadas en la más amplia valoración de elementos probatorios, particularmente periciales y de carácter técnico, incluidas visitas o inspecciones al centro penitenciario (§§ 255 y 247). Todo esto último, por cierto, observando, de ser preciso, la obligación de ejercer un debido “control de convencionalidad”, incluso ex officio, en la inteligencia de que, para ello, es necesario considerar el tratado, pero también “la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana” (§ 242) [7].

IV. La condena. La Corte IDH, tras considerar responsable a Guatemala por incumplir sus obligaciones en materia de salud respecto de la reclusa, Sra. Chinchilla Sandoval, lo cual atentó contra sus derechos a la integridad personal y, finalmente, a la vida, y su obligación de garantizar los derechos de aquella a las garantías judiciales y a la protección judicial (arts. 5.1, 4.1, 8.1 y 25, en relación con el art. 1.1, cits.), condenó al Estado, inter alia, a “adoptar medidas para la capacitación de las autoridades judiciales a cargo de la ejecución de las penas, autoridades penitenciarias, personal médico y sanitario y otras autoridades competentes que tengan relación con las personas privadas de libertad, a fin de que cumplan efectivamente con su rol de garantes de los derechos de esas personas, en particular de los derechos a la integridad personal y a la vida, así como la protección de la salud en situaciones que requieran atención médica, y debe llevar a cabo una serie de jornadas de información y orientación en materia de derechos humanos a favor de las personas que se encuentran privadas de libertad” (§ 327.6). En términos análogos se expidió la condena en el citado caso X. c. Argentina (supra II, § 9.5).

V. Finalmente, primero, una crítica: la mayoría de la Corte IDH en Chinchilla Sandoval eludió, sin rebozos, juzgar el caso a la luz del art. 26, Convención Americana, del cual se sigue con carácter autónomo, entre muchos otros, el derecho a la salud, palmariamente violado en este caso. Así lo acreditan, con acierto, los votos de los jueces Caldas y Ferrer Mac-Gregor Poisot. Se trata de una nueva deserción y regresión (vgr. Furlan y Familiares vs. Argentina, voto de la jueza Macaulay) respecto de su antecedente Acevedo Buendía y otros (“Cesantes y Jubilados de la Contraloría”) vs. Perú, lo cual vuelve a echar tierra, cuando no sal, sobre la protección que el precepto citado reconoce a los derechos económicos, sociales y culturales, tan reiterada como seriamente agraviados en la región. Mas, sobre ello ya nos hemos manifestado, críticamente, en otra oportunidad (Gialdino, Rolando E., “Derechos económicos, sociales y culturales y Convención Americana sobre Derechos Humanos”, en La Ley, 2013-E).

Segundo, una advertencia. No es solo asunto de salud: “toda persona privada de libertad tiene derecho a vivir en condiciones de detención compatibles con su dignidad personal” (§ 167). Y entiéndase bien: la dignidad que reconoce el Derecho Internacional de los Derechos Humanos no resulta un obsequio ni una recompensa; tampoco es el laurel de los torneos. No se pierde en ningún trance, ni es renunciable. Le basta a la persona, para ser digna, con su sola hominidad [8]


[1] El citado art. 18, CN, es “una cláusula operativa que ‘impone al Estado, por intermedio de los servicios penitenciarios respectivos, la obligación y responsabilidad de dar a quienes están cumpliendo una condena o una detención preventiva la adecuada custodia que se manifiesta también en el respeto de sus vidas, salud e integridad física y moral’” (Corte SJN, Blackie, Paula Yanina y otros, 8/8/2006, § 6, citas omitidas).

[2] Corte SJN, Méndez, Daniel R., 1/11/2011, § 4 c/cita de: Comité de Derechos Humanos, Womah Mukong c.  Camerún.

[3] Desde fines de los años noventa, la población privada de la libertad en la Argentina ha aumentado de manera sostenida: entre 1997 y 2014 la cantidad de personas encarceladas se duplicó. Según los últimos datos oficiales, de diciembre de 2014, en el país hay por lo menos 69.060 personas detenidas en unidades carcelarias, mientras que en 1997 eran 29.690. Dos tercios de estas personas detenidas no tienen sentencia firme, es decir que los sistemas penales del país siguen aplicando la prisión preventiva en forma extendida (CELS, Derechos humanos en la Argentina. Informe 2016, p. 220). Sobre esto último: Gialdino, Rolando E., “Prisión preventiva y Derecho Internacional de los Derechos Humanos: una revisita”, en Revista de Derecho Penal y Criminología, 2014, n° 9, ps. 225/250. http://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2016/05/
doctrina43436.pdf.

[4] “Debería proporcionarse educación más especializada en materia de derechos humanos a los profesionales de la salud que trabajen en circunstancias en las que es más probable que se produzcan violaciones de los derechos humanos, o familiarizárseles con los elementos de prueba de infracciones, en particular en servicios de medicina [de] cárceles […]” (El derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental [Informe del Relator Especial, Paul Hunt], A/60/348, 2005, § 16). “Los profesionales de la sanidad penitenciaria tienen que velar por que no se produzca ningún tipo de desigualdad en la atención sanitaria que reciben los presos con relación a la que reciben los demás ciudadanos” (Bellver Capella, V., “Ética, salud y atención sanitaria en las prisiones”, en Revista Española de Sanidad Penitenciaria, 2007, vol. 9, n° 1).

[5] Las citadas Reglas Mínimas “si bien carecen de la misma jerarquía que los tratados incorporados al bloque de constitucionalidad federal, se han convertido, por vía del artículo 18 de la Constitución Nacional, en el estándar internacional respecto de personas privadas de libertad” (Corte SJN, Méndez, Daniel  R., 1/11/2011, § 4).

[6] Gialdino, Rolando E., Derecho Internacional de los Derechos Humanos: principios, fuentes, interpretación y obligaciones, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2013, p. 192 y sus citas.

[7] Vid. Gialdino, Rolando E., “Control de constitucionalidad y de convencionalidad de oficio. Aportes del Derecho Internacional de los Derechos Humanos”, en La Ley, 2008-C, p. 1295. “[L]os principios de control judicial y de legalidad también han sido explícitamente receptados por la ley 24.660 de ejecución de pena. El art. 3 expresa que ‘La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, estará sometida al permanente control judicial. El juez de ejecución o juez competente garantizará el cumplimiento de las normas constitucionales, los tratados internacionales ratificados por la República Argentina y los derechos internacionales ratificados por la República Argentina y los derechos de los condenados no afectados por la condena o por la ley’. El Poder Ejecutivo al enviar al Congreso de la Nación el proyecto de la ley 24.660 expresó que ‘el texto propiciado recoge los preceptos constitucionales en la materia, los contenidos en los tratados y pactos internacionales y las recomendaciones de congresos nacionales e internacionales particularmente las emanadas de los realizados por las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, la legislación comparada más avanzada […]’” (Corte SJN, Romero Cacharane, Hugo Alberto, 9/3/2004, § 17).

[8] Gialdino, R.E., Derecho Internacional…, cit. supra nota 6, p. 6.

Fuente: Revista La Defensa

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